Todo se veía sepia dentro de la habitación. Hasta tus pestañas. La vida era algo que se podía dejar para después, nosotros preferíamos el amor, que no mucho que ver tienen a veces. Nos faltaba ese toque, esa conexión con la realidad, porque vos cada día, fantaseosa y atrevida, me sucumbías en tus óleos y cualquier superficie, y yo, emisor y receptor de mis propios pensamientos, a los que jamás daba interés, pues de nada servían a mi alma, te hacía delirar en dos líneas, y por las noches, mi piano que olvidaba las partituras, se hacía más poeta, creativo, vanguardista entre lo clásico, vanguardista para tus oídos, dulces, llenos de respiración joven y jovial. Te veía sonreír, con tus ojos bloqueados, pero tu alma abierta... eras una brisa atenta, y yo tu pedazo de papel a la deriva. Vos me llevabas. Sí, me llevabas. Salías de vos misma, de vez en cuando, y me sacabas de mí mismo también. Entraba yo a vos, a tu alma, y te despedazabas en polvo brillante, en aromas entre sádicos y angelicales, entre helados y candentes, entre vos y yo. Y de esas anécdotas te viste morir, volver a nacer, una mañana entre tu piel. Constituías el deleite en sí, yacías grácil sobre el colchón, y yo no quise despertarte. Me resultó tan ameno momento, tan inútil dejarlo ir. Tomé tus manos, y me dijiste que ibas a caminar hasta el cielo un día. Y no supe si soñabas dormida o despierta.~